Ese momento en el que te das cuenta que el día terminó rápido, que los meses se van quedando rezagados en el pasado y que su huella, esa que el tiempo borrará, no será más que el recuerdo difuso de un "hubiera" o de un "¿por qué no?" Ese momento en el que te das cuenta que por más que quieras y logres alargar las horas, días, meses, años, el tiempo termina cobrando lo suyo llevándote de la mano al final, esto es lo único que tienes garantizado en la vida. Ese, el momento en el que te das cuenta que debes tomar decisiones, decisiones reales. Es el momento en el que tu sistema operativo colapsa ante la disyuntiva de darle prioridad al ser, al deber o al querer para poder tomar la mejor decisión pero ¿cuál es la mejor decisión? ¿la que perpetúa el ahora? o ¿la que le da un giro de 360° a tu historia? y en última instancia, ¿eso importa cuando tenemos la certeza de que el final es lo único que tenemos garantizado en la vida?
Lo conocí fétido, lacerado, putrefacto; y estaba profundamente enamorada de él. Usaba una sonrisa radiante que le servía de anzuelo, sabía que en su condición de muerto viviente difícilmente atraería a alguien llena de vida, le sacaba el máximo provecho a esa sonrisa de ensueño. Tenía bajo la manga conjuros mágicos a los que recurría cuando las cosas se complicaban, los lanzaba disfrazados de frases de amor cariñosas y elocuentes, sabía como bajarte la luna y las estrellas. No fue la sensación pegajosa de su piel lo que me alejo de él, tampoco el hedor que percibía en cada uno de sus besos. Fue su corazón podrido incapaz de brindar amor verdadero y su falta de alma empática lo que me hizo salir corriendo. Se quedó con trozos de mi cerebro y con al menos la mitad de mi corazón pero no acabó conmigo.