¿Y
qué va a pasar después de colgar la bocina del teléfono si hoy he decidido
decir adiós para siempre?
Eso
pensé al mismo tiempo de hacerlo, no me di ni siquiera un segundo para razonar
en la respuesta; colgué de inmediato, presa de mis impulsos, de aquella
naturaleza humana y animal que es parte de cada individuo y a la que quiero
exiliar por completo de mi ser porque estoy convencida que soy más que eso, más
que animal; sin embargo aquella naturaleza cruel y mezquina me hizo saber que
no es así, que siempre estará tatuada en mí.
¿Siempre?,
¿en verdad es así?, ¿siempre existe?, ¿existe siempre?
¿El
adiós es para siempre?, no lo sabía con seguridad, pero en ese momento así era,
aquel siempre me parecía real, más certero que nunca; ¿nunca?, ¿otra palabra
abstracta?
¡No
volveré a llamarle!, al menos eso pensé en aquel instante. Me sentía dolida,
traicionada, relegada.
Tomé
con furia aquellos sentimientos de dolor que me invadieron después de haber
colgado el auricular y los miré con tristeza. Le di un dobles a aquellos
sentimientos mientras pensaba en todo lo que había vivido a su lado, fui presa
de alegrías al recordar los buenos momentos; las tardes de sol en las que
solíamos divagar sobre, lo que para nuestros ojos, eran las cosas importantes
de la vida, las cálidas caricias que nos regalamos mutuamente, las risas que se
clavaban en nuestras alucinaciones compartidas, la visualización mental de
nuestro futuro juntos, los sueños lúcidos de cómplice felicidad, las
placenteras sesiones de sexo experimentado al máximo; fui presa de un amor
infinito al pensar en aquellos silencios ensordecedores en los que, auxiliados
por la conjunción de nuestros cuerpos y la dulzura de nuestros besos, nos
jurábamos mudamente amarnos para siempre.
Al
siguiente doblez que le daba a mis sentimientos el dolor se hizo nuevamente
presente, asomándose sólo un poco porque mi coraje, que en aquel momento fue su
verdugo, no le permitía presentarse por completo y aún así, con solo una
pequeña fracción de sí presente, cumplió su cometido, me atacó sin siquiera
inmutarse ante el sufrimiento que me ocasionaba y así por un instante el dolor
se vacío completamente en mí y me hizo pensar en lo triste que sería no verlo nuevamente,
no escuchar su voz confiada una vez más, no observar su sonrisa alegre y segura;
probablemente me haría sentir mal no tenerlo en mi futuro, no sentir su cuerpo
a mi lado cada mañana, no abrigar la suavidad de su piel y no ver el brillo
cegador de su mirada.
Fue
en ese momento que mi fiel razonamiento se percató de la molesta tristeza que
me asfixiaba y valiente vino a ayudarme.
Le
molestaba verme vulnerable, odiaba verme débil pues mi debilidad ponía en
riesgo su existencia lo amenazaba con la locura, por eso vino corriendo, debía
salvarme y con tal cometido a cuestas comenzó a bombardearme con sólidos
fundamentos que servirían para reforzar mi decisión de alejarme.
Me
hizo ver que difícilmente los seres humanos se zafan de aquel condicionamiento
con el que fueron formados, me hizo creer que el ego es muchas veces más fuerte
que la existencia pues uno siempre vive consciente del conocimiento del ego y
casi nunca conoce en verdad la existencia, lo cual nos hace ser esclavos de ese
ego moldeador de personalidades y cómplice eterno del condicionamiento; mi
razonamiento salvador (era feliz haciéndose mi héroe) me mostró aquello que me
hizo decir adiós para siempre, me mostró el egoísmo con el que se desempeñan
los seres humanos, me mostró su lado verdadero, aquel que no es víctima de la
idealización de mi mente.
Aquel
razonamiento tramposo, me hizo creer qué si él en verdad me amaba fácilmente
notaria el motivo de mis temores y los comprendería, notaria la naturaleza de
mi ser y la disfrutaría, pero, según los argumentos de mi razonamiento, él no
notaba nada más allá de lo que su propio razonamiento, también tramposo, le
decía que era verdad.
Gracias
a mi razonamiento recobre la determinación que había perdido ante la alegría
del recuerdo y aproveché para darle un doblez más a mis sentimientos de dolor;
pude observar que cada vez se hacían más pequeños entre las alegrías,
tristezas, corajes y razonamientos emanados de mis adentros; por suerte, aquel
dolor estaba quedando enterrado en cada doblez. Hasta que por fin fue diminuto,
casi inofensivo, aún no me libraba por completo del dolor pero iba haciéndose
imperceptible.
Sin
embargo su esencia seguía allí y en está ocasión uso su arma más mortífera para
sobrevivir, estaba siendo amenazado y no podía dejarse morir, no por mí, aventó su última carta, en ella se jugaba su
derecho a existir, a lastimarme profundamente.
Ahí
la culpa, el miedo, el remordimiento y el fracaso me embistieron sin
misericordia, me inyectaron el castigo de pensar en mi propio egoísmo; mi
absurda desconfianza sonrió gozosa al notar que me había enloquecido por completo, la culpa se ensañó conmigo al
grado de hacerme sentir miedo y el recuerdo de las palabras ofensivas que le
dije taladraron mi cabeza para darle paso triunfante al remordimiento.
No
quería perderlo.
El
adiós para siempre se estaba debilitando ante el dolor de perderlo, parecía que
el dolor le había ganado la guerra a mi razonamiento. Con un nudo en el alma miré
nuevamente mis sentimientos doblados, con desesperación comencé a desdoblarlos
y nerviosamente tomé de nuevo el teléfono, estaba decidida a llamarlo, pero mi
razonamiento no pensaba dejarse vencer tan fácil y al igual que el dolor tiro
su última carta del juego.
Esta
vez fue fuerte y directo a mi juicio. “Si en verdad te amara, comprendería que
eres un ser libre y tendría la seguridad de dejarte “ser” pues a pesar de todo
notaria el amor y respeto que siempre le has tenido, estaría convencido de tu
honestidad, aquella que forma parte de ti y sin la que, obviamente, no serías
tú, si te amara te conocería, por lo tanto si duda de tu amor, de tu honestidad
y de tu respeto no te conoce en realidad. Si no te conoce no puede amarte, no
te ama, no le importa no estar”, esto último se quedó grabado con láser en mi
cabeza.
Mi
razonamiento me convenció, me dio argumentos “fuertes y válidos”, me mostró con
dureza lo “obvio” y sin dudarlo un solo segundo, termine por dejar el teléfono
en el olvido y enterré en su totalidad al dolor doblándolo por completo hasta
hacerlo desaparecer.
Y
así, haciéndole caso a mi razonamiento, me libre (al menos en aquel momento)
del dolor, me fui a la cama y me dejé llevar por su confort, mismo que me
sumergió en un mundo de sueños hasta el día siguiente, seguramente te
preguntarás qué pasó al día siguiente, ¡ah no lo sé!, aún no llega.
Tal
vez nunca pasó y para siempre no existe.
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